Ayer tuve un sueño. En él nos encontrábamos en un
lugar extraño. Era de día y tú me saludaste como si no hubiesen pasado
los años, aunque con una calidez y entusiasmo con los que no solías
hacerlo. Me abrazaste, sonreíste, y dulcemente dijiste: “Qué bueno que estás
aquí”. Me sentí como envuelta en una tibia brisa y pensaba que aquella
situación era muy extraña, pero al ver que tus ojos reflejaban una
contagiosa alegría, mi sensatez desapareció por un instante.
Tomaste mi mano y caminamos hasta llegar a un
amplio pasillo, iluminado por una tenue luz. El pasillo, pintado de color verde
claro, me recordó las avejentadas paredes del colegio para señoritas donde
estudié la secundaria. En aquel pasillo se encontraban dos habitaciones,
una frente a la otra. Me pediste que te esperara afuera mientras entrabas
en una de ellas. En ese momento, comencé a tratar de entender lo que
estaba sucediendo: cómo era que habíamos llegado allí, cómo era
que viniste a mí, si hace años que no sabíamos nada el uno del otro,
desde aquella fiesta en el trabajo de tu padre y, finalmente, por qué me
mirabas con tanta intensidad, como nunca lo habías hecho.
Cuando saliste de aquel misterioso cuarto,
simplemente me abrazaste de nuevo y, sin decir nada, volviste a mirarme de esa
forma, expresando tantas cosas sin que una palabra saliera de tu boca. Tomaste
mi mano y, cuando estuviste a punto de decir algo, desperté.
Al abrir los ojos, me tomó un segundo o dos
recordar aquella escena tan perfecta. Fue inevitable que en mis labios se
dibujara una sonrisa. Hacía ya tiempo que estabas ausente, incluso en mis
sueños.
Me quedé un par de minutos acostada en mi cama. Observando
lo que me rodeaba. Después de escudriñar un par de veces mi recámara, como
asegurándome de haber regresado a la realidad, me incorporé y caminé
hacia la ventana, la cual dejaba que la luz bañara toda la habitación.
Eso me hacía recordar aquella sensación de calidez presente en
mi sueño. Abrí la puerta del balcón y me tomé un momento para sentir la
brisa fresca de aquella mañana de sábado. Respiré profundo para llenarme
de energía y salir a hacer ejercicio. Tendí la cama, me puse el pants,
recogí mi cabello con una liga y bajé a la cocina para tomar mi botella de
agua. Nadie había despertado aún, así que fui silenciosamente por la correa de
Sultán, que me esperaba sentado a la puerta como cada mañana para ir a correr.
Con su monumental y estilizada anatomía, propias de un gran danés, mi can me
saludó dando un par de vueltas y moviendo la cola vigorosamente. Acaricié su
lomo y me tendió su gigantesca pata como diciendo: “Hola. Te extrañé”.
Me agradó bastante tu estilo =).
ResponderEliminarCreo que redactaste muy bien.
Que hermoso sueño Erandi
ResponderEliminarmuy bueno (: realmente me gusto (:
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