domingo, 14 de octubre de 2012

El gran danés



Ayer tuve un sueño. En él nos encontrábamos en un lugar extraño. Era de día  y tú me saludaste como si no hubiesen pasado los años, aunque con una calidez y entusiasmo  con los que no solías hacerlo. Me abrazaste, sonreíste, y dulcemente dijiste: “Qué bueno que estás aquí”. Me sentí como envuelta en una tibia brisa y pensaba que aquella situación era muy extraña, pero al ver que tus ojos reflejaban  una contagiosa alegría,  mi sensatez desapareció por un instante.

Tomaste mi mano y  caminamos hasta llegar a un amplio pasillo, iluminado por una tenue luz. El pasillo, pintado de color verde claro, me recordó las avejentadas paredes del colegio para señoritas donde estudié la secundaria. En aquel pasillo se  encontraban dos habitaciones, una frente a la otra.  Me pediste que te esperara afuera mientras entrabas en una de ellas. En ese momento, comencé  a tratar de entender lo que estaba sucediendo: cómo era que habíamos llegado allí, cómo era que viniste a mí, si hace años que no sabíamos nada el uno del otro, desde aquella fiesta en el trabajo de tu padre y, finalmente, por qué me mirabas con tanta intensidad, como nunca lo habías hecho.

Cuando saliste de aquel misterioso cuarto, simplemente me abrazaste de nuevo y, sin decir nada, volviste a mirarme de esa forma, expresando tantas cosas sin que una palabra saliera de tu boca. Tomaste mi mano y, cuando estuviste a punto de decir algo, desperté.

Al abrir los ojos, me tomó un segundo o dos recordar aquella escena tan perfecta. Fue inevitable que en mis labios se dibujara una sonrisa. Hacía ya tiempo que estabas ausente, incluso en mis sueños.

Me quedé un par de minutos acostada en mi cama. Observando lo que me rodeaba. Después de escudriñar un par de veces mi recámara, como asegurándome de haber regresado a la realidad, me incorporé y  caminé hacia la ventana, la cual dejaba que la luz  bañara toda la habitación. Eso  me hacía recordar aquella sensación de calidez presente en mi sueño. Abrí la puerta del balcón y me tomé un momento para sentir la brisa fresca de aquella mañana de  sábado. Respiré profundo para llenarme de energía y salir a hacer ejercicio. Tendí la cama, me puse el pants, recogí mi cabello con una liga y bajé a la cocina para tomar mi botella de agua. Nadie había despertado aún, así que fui silenciosamente por la correa de Sultán, que me esperaba sentado a la puerta como cada mañana para ir a correr. Con su monumental y estilizada anatomía, propias de un gran danés, mi can me saludó dando un par de vueltas y moviendo la cola vigorosamente. Acaricié su lomo y me tendió su gigantesca pata como diciendo: “Hola. Te extrañé”.





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